9 de julio de 2009

Libros, aquel preciado -y único- tesoro

Sí, es verdad, prometí que en la siguiente entrada de este blog subiría el segundo cuentacuentos. Y sí, dije que sería en breve. Sin embargo, la verdad, lo admito no sin pena o vergüenza, faltaré esta vez a ambas promesas. La segunda ya de manera evidente pues hace poco más de un mes de mi última entrada, aquella con las frases del "Batuta."

Y la primera, porque he decidido compartirles, en vez del cuentacuentos -que, por cierto, confieso tambien que aún no está listo-, una reflexión sobre un tema que ronda mi cabeza constantemente: la pasión por los libros.

Justo antier, mientras mi enfermera Mary me hacía la revisión medica antes de mi cita mensual con mi doctor, con el pretexto de hacer plática me preguntó que leía (pues siempre que voy al doctor, y siempre que voy a cualquier lado, llevo un libro conmigo), a lo que yo respondi lo cierto, que leía el libro de cuentos La Noche Navegable, de Juan Villoro.

Aquello fue sólo el pretexto o, dirán algunos, lo que romió el hielo. Pronto el tema pasó de lo buen escritor que es el susodicho Villoro, a la afición de Mary por Mario Benedetti y a la pasión compartida de ambos por un señorón de nombre Milan Kundera. Enseguida, salió a luz el asunto de los libros y una portentosa confesión de ella: "al comprar un libro te llevas un tesoro, como un boleto de un viaje, que puedes hacerlo cuando quieras."

Me dio la impresión que Mary, aunque aludía la compra del libro como la de un relato capaz de trasnportarnos a otro mundo, tambien refería el simple hecho de tomar aquel objeto capaz de ejercer esa función.

Hablo, pues, de este bendito gusto por tener libros, ya no sólo leerlos (lo que, a esta altura de mi enfermedad literaria, es más una medicina-y, por ende, una obligación- que un hobbie), sino por tenerlos. De esa ambición por comprar un libro que ya leí o tengo, porque hay una edición con mejor empastado, mejor diseño, mejor portada, qué sé yo; o aquella costumbre de entrar a una librería y no poder salir de ella sin algún ejemplar nuevo.

Comprar, tener, leer, releer y contemplar mis libros es algo que hago con una alegria que pocas otras cosas -o ninguna- reciben. En más de una vez y a más de una persona le he confesado que la única cosa que atesoro en la vida son mis libros, que mi orgullo más grande es ser un avido e incansable lector. ¿Por qué, a qué se debe que mi tesoro y orgullo sean esos pedazos de papel empastados, tan frágiles e inservibles en un sentido práctico?

Podría darle mil vueltas pero no puedo explicarlo, ni siquiera me lo explico yo mismo pero no puedo apreciar a otra cosa más que a mis libros. Recuerdo una canción de Joaquin Sabina, "Así estoy yo sin tí", extraordinaria, y la recuerdo porque en ella se le canta a una amante lo que es estar sin ella y jamás, en toda la melodia, se le dice. Hay miles de alusiones, de comparaciones, que tan sólo demuestran que por más cosas que se digan, simplemente no hay palabras para decir lo que es estar sin alguien. Así yo, sin poder explicar sensatamente el por qué de esta pasión, me limito a decir unas y otras palabras para explicar mi afición.

Comprar un libro es, lo ha dicho Mary, comprar un boleto a un viaje no precisamente redondo, que se puede hacer cuando se quiera, cuantas veces se quiera y que siempre, siempre es distinto. Adquirir un libro es pensar de inmediato en donde acomodarlo, al lado de quien ponerlo, como si ubicarlo junto a uno u otro autor fuera a hacerlo sentir incomodo. Abrir un libro es más que abrir una ventana, es construirla y abrirla a la vez, con cada letra, con cada frase, y cerrar el libro no es nunca cerrar ni derribar esa ventana.

Ver un libro maltratado es igual a ver un niño desamparado, y ver a una persona maltratar un libro -y subrayar es parte de maltratar- es como ver a un inféliz burlarse de ese niño. Regalar un libro es regalar ya no un viaje, sino un mundo entero; y recibir uno no es sólo eso, sino la obligación de volverse el primer habitante y el gobernante de ese lugar.

Eso y, por seguro, miles de cosas más sobrarían para explicar -sin explicar- lo que siento al comprar, tener, llevar, leer o simplemente ver algún libro. Mi cuarto es pequeño y en él, la mitad la ha ocupado un improvisado librero que ya he llenado. En el piso, sobre una manta limpia, he apilado otro montón de libros que ya no caben y que aguardan impacientes un lugar decente para ser acomodades. Pero ya no hay donde y la verdad es que prefiero sacar mi escritorio, mi ropero y hasta mi cama, antes que atentar contra ese tesoro.

Y sé que tarde o temprano tendré que hacerlo, al fin, qué más da, dormir en el piso, junto a mis libros, estoy cierto que será de sobra placentero. Eso o gastar, como buen bibliofilo, una respetable fortuna en un librero que albergue todos mis textos.