13 de febrero de 2009

Inventario belga

Es curiosa la idea de hacer un inventario. Lo es más si uno es victima de alguno. ¿Lo han pensado acaso?, hacer una revisión minuciosa de todo lo que se posee, saber su valor, su utilidad para poder venderlo, heredarlo, entregarlo. Es hablar con mera materialidad de cosas, quizá, que han recibido un valor espiritual tras poseerlas.

Sin embargo, un inventario resulta necesario.

¿Y qué si hablamos de un inventario no material, qué si evaluamos aquello que no podemos valorar en ninguna moneda de curso? Hace poco, en la última sesión de mi cátedra de literatura de cada miércoles, la invitada (Silvia Molina) narraba la minuciosa manera de hacer los inventarios por los agentes domiciliarios belgas, asentando ya no cuántos cubiertos alberga la cocina, sino cuántas manchas tiene el espejo del baño o rasgaduras la cortina de la ventana. Y entonces lanzó la pregunta que desde entonces resuena en mi cabeza y hoy motiva esta entrada, ¿y si hiciéramos un itinerario belga, así de minucioso, en nuestras relaciones amorosas?

Lo pensé y lo deseché al instante, sólo para meditarlo enseguida y concluir que no era absurdo y que funcionaria de maravilla.

Un recuento de todas las heridas del alma, de todo lo que debe sanarse. Una revisión esmerada de los orgullos y vergüenzas, de las alabanzas y los reproches. Empaquetar aquello que das, con todo cuidado, sin prometer más, y recibir a cambio lo mismo. Y saberlo desde el momento en que lo recibes, conocer que estás frente a algo con tales cosas, con estos roces, con aquellos desgastes.

Y no es, deba aclarase, un acto egoísta para conocer a donde te diriges y ver si te avientas o no. En absoluto. Se hace cuando uno ya ha decidido aventarse y es precisamente lo contrario a un acto egoísta y de paso lo más cercano a la honestidad y la franqueza.

¡Cuántos problemas no se resolverían!, uno no podría reclamar después que le han hecho daño, que le han abierto nuevas heridas, que le han puesto el dedo en viejas yagas o que han dejado el alma destrozada. No, no si hay un inventario, no si se ha hecho constar que las heridas hay estaban y que no pueden achacarse a nadie. O bien que no estaban y que no hay mayor culpable que ese alguien. Y entonces, ¿si sabemos qué heridas nuevas hay, no es más fácil remediarlas, sanarlas? ¿No es acaso el desconocer el origen de los problemas la real y única causa de que los problemas no puedan resolverse?

Piensenlo un segundo; evoquen sus antiguas relaciones, las actuales, imaginen las futuras. ¿No serían acaso distintas si tuvieran un inventario al iniciarse?, ¿no tendríamos menos odio a la personas antes amadas ni a nosotros mismos?, ¿no seriamos más capaces de reconstruir las cosas y edificarlas mejor?, más aún, ¿no podría así conseguirse una relación más firme, consciente de virtudes y debilidades, al tanto de lo que puede y no destruirla?

Quizá me equivoco, no dejo de pensar en que tal vez todo es absurdo y erróneo. Sin embargo, cuando veo hacía atrás y me hago inventarios postergados, ¡cuánto lamento no haberlos hecho a tiempo!

El reproche ya no me sirve de nada así que me atengo a la promesa.

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