19 de mayo de 2011

Las virtudes del recuerdo.


El siguiente texto es un rescate, lo escribí hace tres años como parte de un ejercicio narrativo para un curso que tomaba entonces. Hoy me lo encontré por casualidad mientras organizaba mis asuntos, recordé lo mucho que me gustaba y me convencí de que era justo y necesario publicarlo aquí. Le hice sólo mínimas modificaciones -uno si que cambia y, creo, mejora conforme pasa el tiempo- a pequeños errores y algunas otras para que quedará mejor en el formato de blog, sin embargo, el texto está casi integro al de aquella vez.


¿Cuántas veces hemos querido olvidar algo de nuestra vida?, ¿Llevamos la cuenta de la cantidad de ocasiones en las que hemos negado haber hecho algo, aún cuando tenemos un parvo registro de memoria al respecto?, ¿Podemos decir a ciencia cierta cuál es nuestro recuerdo más antiguo?, ¿o podemos, simplemente, olvidar algo que no nos gusta?

Supongo que habrán respondido a todas las preguntas, pero tengo la certeza de que lo han hecho después de meditar varios segundos en cada una de ellas. Sin duda son muchas las cosas que queremos olvidar de nuestras vidas, estoy seguro de que nadie lleva la cuenta de las veces que ha negado un recuerdo –aún cuando son varias las personas que insisten en haberte visto hacerlo u oído decirlo–, comprendo que no sabemos cuál es nuestro recuerdo más antiguo y que uno a uno estos se enciman en un entramado temporal incomprensible; y, por último, les confirmo que no podemos olvidar lo que no nos gusta.

Pero, ¿a qué todo esto?, por qué los torturo y me torturo con estas preguntas, por qué motivo a que su incontrolable memoria se dispute incesantemente en una lucha de recuerdos, y por qué, me dirán, les hablo ahora de la memoria y de los recuerdos. Sencillo, porque la lectura reciente de un cuento que trata ese tema me ha puesto a pensar sobre él y he llegado a muy interesantes reflexiones al respecto.

El cuento al que me refiero es “Miss Amnesia” (que puede leer aquí), breve narración incluida en la antología La muerte y otras sorpresas, del uruguayo Mario Benedetti. Pues bien, sin entrar en mayores detalles –pues lo obvio sería que leyesen la obra y no que yo se las platicase–, el cuento narra como una bella joven (Miss Amnesia) aparece sin explicárselo en el centro de una plaza pública. Lo interesante es que ella no logra recordar nada, tan sólo los nombres y las funciones de las cosas, cuestión por la que comienza a interesarse en el ambiente. Lo siguiente, un galante caballero se acerca y, tras breve charla, la invita a su departamento, lugar del que ella sale horas después decepcionada y corriendo de regreso hacía la plaza, lugar donde todo vuelve a comenzar, donde de nuevo despierta sin un solo recuerdo. Bueno, sólo uno, el de las cosas que la rodean.

Sin duda, estimo difícil que alguno de ustedes sufra este tipo de amnesia tan asombrosa, pues lo más normal es que cada que se levanten recuerden quienes son y lo que hacen; y no sólo para qué sirve la cama dónde están. Quizá no logren recordar lo que hayan soñado, pero eso resulta plenamente comprensible, aunque a veces fastidioso. No obstante, el cuento recurre a esa bella herramienta literaria para llegar al fondo de su argumento o, en palabras propias del género, al conflicto a resolver. ¿Cuál es éste?, enunciémosle así, la innata tendencia humana a olvidar o ignorar aquellos recuerdos que nos son ingratos o, por qué no, tan excesivamente gratos que parecen irreales. No es necesario insista en lo real e innegable de tal afirmación, pues es harto cierto que, independientemente de lo que ustedes puedan decirme en su defensa, todos ignoramos al menos un recuerdo por considerarlo penoso o molesto.

Desde las cosas más absurdas como aquel día en que nuestra novia –o novio, que también se da el caso– nos dejo plantados, hasta el momento en que él o ella nos negó su amor y, con perdón del termino, nos bateo por el jardín central, a más de 400 metros. Desde él día en que nuestra madre nos regaño por no comer la sopa, hasta el día en que nos corrió de la casa por libertinos o herejes, según sea el gusto. Desde la vez que confundimos a Zapata con Villa, hasta el nebuloso momento en que votamos por Vicente Fox Quezada. Y así pueden enumerarse cientos, miles o hasta millones de recuerdos que, no lo neguemos, hemos olvidado tenaz y conscientemente de nuestras mentes.

¿Por qué lo hacemos?, palabras sobran: vergüenza, pena, dolor, cobardía, miedo, indignidad, egoísmo, debilidad..., ustedes elijan. Lo cierto es que tenemos varios recuerdos y, en resumen, todo un pasado que no queremos que se conozca, ¿o miento acaso cuando digo que ante unas personas exhibimos un pasado y ante otras otro?

Mas no refiero con esto que todos seamos hipócritas y bipolares, en lo absoluto, tan sólo quiero resaltar que nuestra mente es tan fascinante en las cosas del presente, como en las del pasado. Esa cosa que se nos ha puesto arriba del occipucio, ya sea por Dios o la evolución –según gusten y manden ustedes–, tiene una capacidad tal que, no satisfecha con permitirnos elegir lo que pensaremos, diremos y haremos en el presente, nos permite recordar lo que pensamos, dijimos e hicimos en el pasado.

En efecto, y corrijan si miento, nuestra maravillosa mente o, más concreto aún, la enorme capacidad creadora de nuestra mente nos sirve no sólo para crear un mundo a nuestro alrededor día a día, sino para crear un mundo en nuestro pasado. Ese genio que nos permite decir “aquella dama es bellisíma”, o “ese árbol parece abrazar a esa persona que duerme en su base”, o “creo que esa dama de rosa está llorando”; es la misma aptitud que nos permite recordar que “hace unos años, bajo el abrazo de un árbol, vi a una bella dama de rosa que lloraba; y yo era la causa.”

Es aquí, entonces, dónde debo darles consejo, una de esas recomendaciones que todos ignoran y a nadie parecen servir, pero que les aseguro hacen la vida al menos un poco placentera: no tomen a sus recuerdos como parte de ese pasado ignominioso que desean olvidar, no consideren sus memorias como vergüenzas de una persona que no sabía lo que hacía, y que está muy alejada de lo que es ahora. No, tal cosa es absurda, pues en unos años harán lo mismo con lo que les pasa hoy, trataran de encumbrarlo porque es parte de una época oscura que no se explican como ocurrió. Pero ocurrió, y ocultarlo u olvidarlo es atentar no contra su pasado, sino contra ustedes mismos, olvidar hechos es como despertarse y saber tan sólo para que sirven las cosas; es saber dónde están, pero no quienes son y por qué lo son.

Claro, todo esto exenta aquellos recuerdos que necesariamente se olvidan. Son tantas las cosas que ocurren que es imposible recordar todo, y es por ello que hay cosas que en verdad no se recuerdan. Yo no atento contra ellas –aunque bien podríamos condenarlas por cobardes–, yo ataco a aquellas memorias que uno, conscientemente, entierra con arenas de vergüenza y cobardía, y jura no recordar jamás.

La mejor cualidad del ser humano es su devenir, su constante cambio, el que nunca sea el mismo. Los recuerdos no son otra cosa que los vestigios de ese devenir, las huellas que nos permiten saber como era. Es cierto, el presente tiene virtudes que merecen quizá toda nuestra atención pero, como creadores que somos, es sólo en el pasado que podemos construir verdaderas historias, las propias, las únicas.¿Quieren contarme una maravillosa historia?, ¿desean cautivarme con un gran relato?; pues no hay más, basta con que recuerden y escarben en sus memorias. En verdad, las virtudes del recuerdo no son otras que las de nuestra capacidad creadora.

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